“La madurez del hombre es haber
vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño.”
(F. Nietzsche, 1886)
Ya tengo
veintinueve años. Y no lo escribo con letras en lugar de números para que
parezca una edad menos cercana a los treinta, si no porque siempre me ha
parecido poco elegante escribir números dentro de un texto.
Bueno, como
decía el General Tani: ¡AL TURRON!
Hoy es mi vigesimonoveno
cumpleaños y, al contrario del resto de personas que conozco cuyas edades han
superado el cuarto de siglo, he esperado esta fecha con emoción. Y todo por una
cosa, bueno, espero que por muchas cosas: ¡REGALOS!
Y es que un
cumpleaños no es algo del otro mundo, como NO dijo Richard
Vaughan, no hay que sentirse especial por tener cumpleaños, todos tenemos.
Pero sí hay algo especial en el día de tu cumpleaños… ¿La tarta? No, tarta
puedes comer siempre, eso sí, comer tarta cualquier otro día sale más barato,
no tienes que comprar velas. ¿Quedar con tus seres queridos para celebrar ese día
especial? No, quedar también puedes quedar cualquier otro día; incluso puede
que cualquier otro día del año los planes salgan mejor, las juergas memorables
aparecen cuando menos las esperas.
Si algo
diferencia tu cumpleaños del resto de juergas del año es que ese día te
acuestas con más cosas que las que tenías. Y lo mejor de todo es que son cosas
gratis. Lo confieso, una de las cosas que mejor conservo del niño que llevo
dentro (me lo comí para desayunar), es la atracción por los regalos. Espero con
ansia durante todo el año que vengan los Reyes Magos, Papa Noel y si no fuera
porque a mi edad sería indicador de sufrir graves problemas de salud, también
esperaría al Ratoncito Pérez.
A veces
pienso, si hubiera hecho la comunión seguro que me hubieran regalado una Mega
Drive o Súper Nintendo (que eran las consolas que había en esos tiempos). Pero
no soy yo el que lo piensa, ser oficialmente libre espiritualmente es regalo más
que suficiente, pero ese pequeño egoísta de hace veinte años tal vez hubiera
vendido su alma a cambio de los regalos. Por suerte no lo hizo y lo que más me
gusta de eso es que ese parecido hace que los veinte años de diferencia no
existan, porque sigo siendo prácticamente el mismo, aunque ya no tan pequeño.
No me gusta que
la gente añore la infancia, tampoco me gusta que la gente no quiera cumplir
años, que no quiera envejecer. A mí no me importa envejecer, lo que no quiero
es que me atropelle un camión o me caiga un piano en la cabeza. Apenas llevo
una hora con mi nueva edad y ya he escuchado “eres un viejo”, pero lo que me
gustaría es que en un futuro pudiera contestar “sí, soy viejo, tengo 167 años”,
y que fuera verdad. Arrugas, canas… polladas.
Pero ya es hora de hablar del Complejo de Bob Esponja. Por el nombre más de uno pensará que simplemente he cogido el Complejo de Peter Pan y lo he actualizado con el nombre de un personaje más actual, pero nada más lejos de la realidad.
Mientras que
el inspirado en el clásico de James M. Barrie implica un grave déficit en el
autoestima del sujeto que lo sufre, el complejo de Bob Esponja es disfrutado de
forma consciente y responsable.
Mientras que
en un caso hay un “niño” atrapado en el cuerpo de un adulto, indefenso e
incapacitado ante las nuevas responsabilidades; en el otro existe un adulto que
decide deliberadamente no sólo no olvidar al niño que fue, si no dejarlo tomar
el mando siempre que sea posible. ¡Ojo! Esto no significa estar todo el día
haciendo el polla y no tomarse nada en serio. Esto significa estar todo el día
haciendo el polla y tomarse en serio tan solo las cosas que lo merecen (que son
realmente pocas). Pero lo más importante del complejo de Bob Esponja es que une
la diversión de la infancia con la libertad de la adultez, en una combinación
mortal aderezada por la certeza de saber que tus actos son totalmente producto
de tu voluntad.
Para acabar
decir que si la alternativa es ser un “joven treintañero” cabreado con el mundo
y consigo mismo porque todo no es más que un camelo sin justicia. Amargado
porque el mercado laboral es una selva donde ganan aquellos que no tienen
valores y trabajan los que venden sus derechos. Avasallado ante la multitud de
fuerzas que influyen en su vida y que escapan a su control. Sin tiempo para
hacer lo que quiere por hacer lo que “debe”… Si eso es comportarse de forma adulta yo lo
tengo claro:
¡SOY
UN GOOFY GOOBER!
- F. Nietzsche, 1886: Más allá del bien y del
mal.
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